Era una mañana con aroma a
tristeza como todas. A Penélope nada le hacía sentir que sus días tenían color
de sol. Nada podía reconocer como suyo, nada podía disfrutar con inocencia y
pasión como cuando era niña, nada podía hacerle latir fuertemente su corazón,
nada podía hacerle destilar brillos particulares de su boquita color manzana y
sus ojos color chocolate, excepto la mirada perdida de aquel ser del que
ignoraba por completo su existencia.
-Llegará a quererme algún día?-
preguntaba Penélope a una hoja amarilla que caía de aquel guayacán
-Mi niña, el día que su mirada se
cruce con la tuya no podrá olvidarte, son tus ojos reflejo de amor puro—contestaba la hoja mientras danzaba con el viento
-Y cuando será eso? Deberé tener
paciencia?
-Es probable niña que debas
regalarle tus domingos a la espera que debe ser continua, los cabellos que hoy
se mecen con tu caminar. La textura de tu piel deberás arriesgarla y también
por qué no la belleza que hoy irradias. Es la espera para pacientes y el amor
para valientes.
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