A diario buscamos en calendarios el previo aviso a
sucesos que recuerdan que el paso del tiempo intangible hace mella destiñendo
sueños y anunciando la llegada de una muerte ineludible. Días que no alcanzan,
meses que se aceleran y siempre estamos subidos en esa bicicleta del tiempo que
sin freno nos lleva en un viaje sin estaciones, recolectando banderillas en el
camino que representan los logros conseguidos, viajando a una velocidad tal que
si por agotamiento miramos atrás, inevitablemente muchas banderillas quedaran
sin recolectar perdiendo la oportunidad de regresar por ellas. Ruedas veloces de las que no nos permiten
descender.
Pasamos, además, buscando una medida de tiempo que nos
permita calcular cuánto hemos dejado de hacer o que tanto hemos conseguido, y
esa unidad de medida de tiempo que nos genera tranquilidad se llama año... Por qué
no segundos? Por qué no horas? Por qué no días? Por qué no meses? Por qué no
decenios? Por qué no siglos? Celebramos el paso de los años y nos colgamos esos
dígitos cual trofeo, sin comprender a veces que eso que celebramos no es más
que el anuncio sin sentido de eso que pasa mientras leemos esto, mientras
dormimos, mientras nos miramos.
Un año, diez años, veintidós, veinticuatro años, eso
que importa. Existen quienes a los 70 nada han conseguido y otros que a mitad
de camino ya gritan las venturas de su ser imparable que cada día sube
escalones de éxito. Pero y entonces que son los años? Y que el éxito? Creo que
responder eso no tendría sentido, pues estaría definiendo la vida con tan solo
un par de líneas lo que sería inadmisible.
De lo que me es permitido hablar es de la solidez con
la que el ser humano se siente atraído hacia continuas celebraciones en las que
se ventila la felicidad de un periodo de tiempo vivido y consumado, de unas
compañías ganadas, de unos dineros ahorrados, de nuevas metas cumplidas, y en
fin, una cantidad de motivos que se hacen públicos y se exhiben como muestra de
unos años bien vividos. Lo que cuestiono es por qué para demostrar afecto hemos
llegado al punto de necesitar reglas relojes y permisos, un montón de excusas
marcadas en calendarios con títulos como cumpleaños, que solo hacen que un te
quiero sea obligatorio, que un regalo sea necesario y que una llamada sea
indispensable. Yo incluso me sumo a esa masa de gente corriente en un día como
hoy, tu cumpleaños, y alardeo hoy de mis deseos por celebrarte esos seiscientos
noventa y cuatro millones trescientos diez mil cuatrocientos segundos de vida y
otros tantos que no podría calcular exactamente (más o menos) y ponértelos como
trofeo. Te quiero!
Hapiverdituyú!
Y a veces me pregunto (o comencé a preguntarme hace un tiempo atrás) y si medimos nuestra vida considerando nuestros momentos felices y también tristes, por qué no. Al fin y al cabo, son nuestras experiencias, aquellas que nos enseñan en qué piedra apoyarnos y cual evitar al cruzar el río. Son ellas quienes nos enseñan a valorar esos momentos que no regresarán y que nos transforman en seres más jóvenes mientras duran. Si me siento feliz, me siento joven, y cada día podré tener un cumplemomentos más feliz.
ResponderEliminar